Entre tanto, el Caballero del Mochuelo Cián, se encontraba
en su hacienda a voces con la criada, como era costumbre allá en su no muy
humilde hogar.
- ¡No me estraña en nada que no ande usted casado ni tenga
amores! – vociferó la moza.
- ¡Anda que usted, descomulgada, rufiana, bellaca!
El Caballero salió refunfuñando y se dirigió hacia su
despacho. Allí estaba también la criada, una moza bien hermosa llamada Flori.
- ¡Flori de mi alma! ¡Si es que, la tengo en tan alto
aprecio, que no soy capaz de estar de malos humores con usted ni un día
seguido!
- Seguro, seguro que es por el alto aprecio que me tiene –
dijo ella con ironía.
- ¿Cómo no? Si su cara es como el más bello tapiz a mis
ojos, si en sus manos reposa…
- ¡Sí! ¡el trapo que le limpia a usted el polvo! ¡no le
fastidia!
- ¡So ingrata! ¡mira que eres picarilla! ¡anda, anda ven
aquí y dame un fuerte abrazo!
- ¿Un abrazo? Señor mío, a veces me parece que se ríe usted
de mí. ¿No le da vergüenza?
- Tienes razón. Un Caballero, tan cristianísimo como yo,
debe ser hombre serio y honrado.
- Así es la verdad – dijo Flori asintiendo.
- Pero, es que tiene usted Flori unos ojos… ¡qué ojos! ¡se
los arrancaba yo ahora mismo y los usaba como perlas!
- ¡No me diga que ahora se ha dejado de caballeros y se
quiere hacer mujer!
- ¿Dónde habrá aprendido esta moza a contestar así a sus
amos? – se preguntó el Caballero para sí.
Lo más sorprendente, es que el Caballero tampoco tenía
intenciones de echar a Flori de la hacienda, pues en el fondo, tenía un muy
gran divertimento con las riñas casi diarias.
Y así es como comienza esta historia, la más grande que el
reino de España ha visto en mucho tiempo.
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