Esta historia, no ocurrida mucho tiempo ha, se gestó en la
sin par región en la que reposa el oso junto al madroño. Allá por aquellas
tierras, había una pequeña aldea en la que habitaban dos caballeros, los cuáles
eran vecinos, la una junto a la otra sus haciendas se encontraban.
Éstos, no eran otros que el singular Caballero del Mochuelo
Cián y el Caballero de la Rosa Marchita. Muy a pesar de que vecinos, y muy
grandes cristianos eran, se llevaban un odio tal, que las aves tornaban el
vuelo por no oír aquestos caballeros y sus riñas.
Un día, estando el buen Caballero de la Rosa Marchita
apeándose de su rocín frente a su hacienda, salió a su encuentro el Caballero
del Mochuelo Cián, dando voces a su vecino.
- ¡Rey de los bellacos! ¡¿Cómo antes no me di cuenta de lo
que urdías contra mí?!
- ¿Qué es eso que yo urdía contra vuestra merced, mi buen y
apreciado vecino? – preguntó el Caballero de la Rosa Marchita no sin cierta
ironía.
- ¿Y me pregunta usted? ¡Fementido! ¡Hideputa!
- Le pregunto, así es.
- Pues verá, que es sabido por todos en el pueblo que va
usted por allá mencionando que no soy yo buen cristiano, sino amigo, ¡y de los
buenos! de traidores, ladrones, rufianes y señoras sin honra, ¡y no se lo
permito!
- ¿Eso dicen?
- Eso mismo, ¡y por buen cristiano que me tengo que no saco
ahora mesmo mi espada y le doy muerte aquí y ahora!
- Eso habría que verlo, mi buen señor – rió entre dientes el
Caballero de la Rosa Marchita.
- ¡Verá usted, ya verá!
Y el Caballero de la Rosa Marchita se entró en su hacienda
dejando al vecino despotricando en la puerta. Se quitó las pesadas botas el
caballero y llamó a su criada, que era una moza muy lozana un tanto peculiar.
- ¡Remedios! ¿Dónde anda usted que no sale a recebir a su
amo que tan fatigado llega?
- ¡Aquí señor mío, espéreme que voy!
- ¿Aquí donde, desdichada?
- ¡En la cocina! ¡No, en su biblioteca! ¡Digo, en el aseo!
¡Es igual, espere un momento le digo!
Y de esta guisa esperó el cristiano caballero a que
apareciese la criada, que tenía cierto problema en discernir entre el sí y el
no, y era tan insegura de ella mesma que no daba acierto en palabra por más que
lo intentase de veras.
- Siéntese amo, que aún la comida no está fecha, anduve
limpiando la hacienda de tramo a rabo.
- Querrá usted decir de cabo a rabo, me figuro…
- Eso mesmo señor, de cabo a rabo.
- ¿Ha llegado hoy alguna misiva, Remedios?
- No, señor, bueno sí, no, espere, que ahora mesmo lo miro y
se lo termino de decir.
- Si al fin algún día empezases… - murmuró el Caballero
entre dientes.
- Aquí, aquí tiene usted la misiva que ha llegado. ¡De las
tierras de más allá del mar dice en ella! ¿Cuáles son esas, amo?, dígame usted,
¿habrá moros allá?
- ¿Moros? ¡venga ponte con la comida, holgazana! ¡Qué moro
ni que rocín muerto! – la reprendió el caballero.
- Aquí no viene mi nombre por ningún sitio Remedios. ¿Estás
segura de que era para mí?
- ¡Hombre, tan segura que el que la trajo me preguntó si en
esta hacienda vivía aqueste gran señor llamado Jorge Luis Diéguez! Que yo sepa,
hasta ayer ése era usted.
- Sí, sí, efectivamente. Póngase con la comida por el amor de dios, que traigo
un hambre canina.
- ¿Canina? Pues mire usted que al Pancho no me le toca, si
quiere usted el asado de cerdo que tengo allá en la olla, se lo permito, pero
al Pancho me le deja usted en paz. ¡Que a ver si ahora por ser hombre de mundo,
me va a querer innovar en la cocina! Pues de eso nada, porque aquí en la muy
grande España, comemos…
- ¡Remedios! – Alzó la voz el Caballero - ¿de qué me habla
ahora usted de Pancho?
- ¡Hombre que no! – Dijo la criada con voz lastimera – me
dice usted que tiene hambre canina, y el can más cercano que tengo es mi pobre
Pancho, que encima que le recogí de la calle si me obliga usted a preparárselo
para la comida, fíjese el disgusto que me llevaría.
- Mire – dijo Jorge Luis Diéguez, el Caballero, resoplando –
no sé cómo, ni de qué manera, que de todas las criadas tontas que Nuestro Señor
le concedió a España, me fui a quedar yo con la que más. ¡Póngase con la comida
ya mismo! Comerme al perro… ¡ni que fuera yo oriental!
- Poco le falta si es así de desconsiderado y terrible –
dijo Remedios antes de salir de la estancia dando bufidos.
Jorge Luis abrió la misiva que le había llegado tan de
mañana aquel día, que con buena letra estaba compuesta y leyó esto mesmo:
Muy señor mío, don
Jorge Luis Diéguez también conocido y afamado en el mundo entero como el
Caballero de la Rosa Marchita, le escribo porque requiero de su fuerte brazo y
su sin par ingenio, para una empresa que terminará con que los planes de su
eterno rival, el Caballero del Mochuelo Cián, no vayan a derechas. Por ello, le
pido que nos veamos en la venta de la Dolores, allá a las afueras de la ciudad,
mañana mesmo al despuntar el alba. Tendré en gran consideración que me honre
con su presencia.
Muy suyo,
El Caballero Gris.
<<¿Qué plan tendrá ahora el picarillo de mi vecino?,
¡pues claro que iré, y así, de una vez por todas, demostraré al mundo entero lo
rufián de este caballerucho!>>
>>Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario