jueves, 12 de abril de 2012

Las andanzas del Caballero de la Rosa Marchita (1ª parte)


Esta historia, no ocurrida mucho tiempo ha, se gestó en la sin par región en la que reposa el oso junto al madroño. Allá por aquellas tierras, había una pequeña aldea en la que habitaban dos caballeros, los cuáles eran vecinos, la una junto a la otra sus haciendas se encontraban.
Éstos, no eran otros que el singular Caballero del Mochuelo Cián y el Caballero de la Rosa Marchita. Muy a pesar de que vecinos, y muy grandes cristianos eran, se llevaban un odio tal, que las aves tornaban el vuelo por no oír aquestos caballeros y sus riñas.
Un día, estando el buen Caballero de la Rosa Marchita apeándose de su rocín frente a su hacienda, salió a su encuentro el Caballero del Mochuelo Cián, dando voces a su vecino.
- ¡Rey de los bellacos! ¡¿Cómo antes no me di cuenta de lo que urdías contra mí?!
- ¿Qué es eso que yo urdía contra vuestra merced, mi buen y apreciado vecino? – preguntó el Caballero de la Rosa Marchita no sin cierta ironía.
- ¿Y me pregunta usted? ¡Fementido! ¡Hideputa!
- Le pregunto, así es.
- Pues verá, que es sabido por todos en el pueblo que va usted por allá mencionando que no soy yo buen cristiano, sino amigo, ¡y de los buenos! de traidores, ladrones, rufianes y señoras sin honra, ¡y no se lo permito!
- ¿Eso dicen?
- Eso mismo, ¡y por buen cristiano que me tengo que no saco ahora mesmo mi espada y le doy muerte aquí y ahora!
- Eso habría que verlo, mi buen señor – rió entre dientes el Caballero de la Rosa Marchita.
- ¡Verá usted, ya verá!
Y el Caballero de la Rosa Marchita se entró en su hacienda dejando al vecino despotricando en la puerta. Se quitó las pesadas botas el caballero y llamó a su criada, que era una moza muy lozana un tanto peculiar.
- ¡Remedios! ¿Dónde anda usted que no sale a recebir a su amo que tan fatigado llega?
- ¡Aquí señor mío, espéreme que voy!
- ¿Aquí donde, desdichada?
- ¡En la cocina! ¡No, en su biblioteca! ¡Digo, en el aseo! ¡Es igual, espere un momento le digo!
Y de esta guisa esperó el cristiano caballero a que apareciese la criada, que tenía cierto problema en discernir entre el sí y el no, y era tan insegura de ella mesma que no daba acierto en palabra por más que lo intentase de veras.
- Siéntese amo, que aún la comida no está fecha, anduve limpiando la hacienda de tramo a rabo.
- Querrá usted decir de cabo a rabo, me figuro…
- Eso mesmo señor, de cabo a rabo.
- ¿Ha llegado hoy alguna misiva, Remedios?
- No, señor, bueno sí, no, espere, que ahora mesmo lo miro y se lo termino de decir.
- Si al fin algún día empezases… - murmuró el Caballero entre dientes.
- Aquí, aquí tiene usted la misiva que ha llegado. ¡De las tierras de más allá del mar dice en ella! ¿Cuáles son esas, amo?, dígame usted, ¿habrá moros allá?
- ¿Moros? ¡venga ponte con la comida, holgazana! ¡Qué moro ni que rocín muerto! – la reprendió el caballero.
- Aquí no viene mi nombre por ningún sitio Remedios. ¿Estás segura de que era para mí?
- ¡Hombre, tan segura que el que la trajo me preguntó si en esta hacienda vivía aqueste gran señor llamado Jorge Luis Diéguez! Que yo sepa, hasta ayer ése era usted.
- Sí, sí, efectivamente. Póngase  con la comida por el amor de dios, que traigo un hambre canina.
- ¿Canina? Pues mire usted que al Pancho no me le toca, si quiere usted el asado de cerdo que tengo allá en la olla, se lo permito, pero al Pancho me le deja usted en paz. ¡Que a ver si ahora por ser hombre de mundo, me va a querer innovar en la cocina! Pues de eso nada, porque aquí en la muy grande España, comemos…
- ¡Remedios! – Alzó la voz el Caballero - ¿de qué me habla ahora usted de Pancho?
- ¡Hombre que no! – Dijo la criada con voz lastimera – me dice usted que tiene hambre canina, y el can más cercano que tengo es mi pobre Pancho, que encima que le recogí de la calle si me obliga usted a preparárselo para la comida, fíjese el disgusto que me llevaría.
- Mire – dijo Jorge Luis Diéguez, el Caballero, resoplando – no sé cómo, ni de qué manera, que de todas las criadas tontas que Nuestro Señor le concedió a España, me fui a quedar yo con la que más. ¡Póngase con la comida ya mismo! Comerme al perro… ¡ni que fuera yo oriental!
- Poco le falta si es así de desconsiderado y terrible – dijo Remedios antes de salir de la estancia dando bufidos.
Jorge Luis abrió la misiva que le había llegado tan de mañana aquel día, que con buena letra estaba compuesta y leyó esto mesmo:
Muy señor mío, don Jorge Luis Diéguez también conocido y afamado en el mundo entero como el Caballero de la Rosa Marchita, le escribo porque requiero de su fuerte brazo y su sin par ingenio, para una empresa que terminará con que los planes de su eterno rival, el Caballero del Mochuelo Cián, no vayan a derechas. Por ello, le pido que nos veamos en la venta de la Dolores, allá a las afueras de la ciudad, mañana mesmo al despuntar el alba. Tendré en gran consideración que me honre con su presencia.
Muy suyo,
El Caballero Gris.

<<¿Qué plan tendrá ahora el picarillo de mi vecino?, ¡pues claro que iré, y así, de una vez por todas, demostraré al mundo entero lo rufián de este caballerucho!>>


>>Continuará...

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