martes, 21 de junio de 2011

Adivina, adivinanza.

Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací,
como fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás
puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.
Quizá nunca hayan visto un centro penitenciario, y si lo han visto, les vendrá a la mente
la imagen de la alambrada de espinos, muy al rollo americano. Pero no, se equivocan,
la alambrada de espinos es lo que menos asusta de una penitenciaría.
De todas, sin duda, la que más pavor provoca es la mental. ¿Han estado alguna vez sin libertad
mental? Entonces sabrán a lo que me refiero.
El juicio personal, el de uno mismo, es el más crítico de todos, por eso no dudé en dictar
sentencia en mis sienes con la reluciente nueve milímetros.

domingo, 5 de junio de 2011

Fragmento

Todo lo que ocurrió desde aquel día no fue otra cosa más que casualidades encadenadas que empezaron a escribir una historia. Fue hace mucho tiempo, casi treinta años, cuando yo lo encontré entre miles de ellos y empezó todo el embrollo de los mejores y peores años de mi vida a la vez y de sopetón. Claro, que por aquel entonces tenía quince años y ganas de meterme donde no me llamaban.
En primer lugar, debo presentarme, me llamo Armand Poget.
No tengo intención alguna de aburrirles contándoles la fecha en que nací, el lugar, si mi madre murió al darme a luz o si tuve cinco hermanos. Eso no es lo importante de esta historia, más adelante comprenderán lo que les digo.
Yo vivía en París. Corría el año 1889, el mismo año de la Exposición universal que vio nacer la torre Eiffel...