La delicada melodía sonaba sin cesar. Me costó reconocerla debido a que la oía en la lejanía. Al principio, fui andando en dirección a la música, suaves pero sentimentales notas de un piano, sin duda era Para Elisa, del gran Beethoven. Canción eterna que me producía nostalgia y melancolía en mi interior. La suave marcha hacia la música terminó convirtiéndose en carrera agitada. Hasta que llegué al lugar de donde provenía el sonido. Había corrido por lo menos durante diez minutos, y mi corazón y mi mente, aunque fatigados, solo deseaban entrar en la victoriana casa que se erguía ante mí, imponente, de donde provenía la dulce música. El gran portón, de madera oscura, tenía un gran pomo en forma de clave de sol. Llamé una vez, tímido, nadie respondió. Llamé dos veces. Nada. La puerta se abrió con un quejido, perezosa. Una gran oscuridad poblaba el interior, tendría que ser una equivocación, esa casa parecía abandonada desde hacía siglos. No pude evitar deslizarme dentro, silencioso. Primero di un paso inseguro, pero tenía una corazonada. Rápidamente una seguridad interior que nunca había padecido se apoderó de todo mi ser, y comencé a andar seguro, sin rumbo, explorando cada rincón del centenario caserón. Todo estaba cerrado a cal y canto, como cabía de esperar de una casa deshabitada. Una escalinata de mármol oscurecida por el polvo y la mugre subía hasta el piso superior. Subí las escaleras casi sin pensar, un largo pasillo se abría ante mí, algo amenazador. Una vez allí recobré el sentido, y empezó a invadirme un miedo que me paralizó por completo. La melodía volvió a sonar, provenía de la última habitación del corredor. La voraz curiosidad volvió a hacer presencia y eché de nuevo a andar en aquella dirección. Llegué ante la vetusta puerta de madera blanca lacada, inconscientemente giré el pomo, que cedió con un pequeño ruido metálico. Abrí la puerta lentamente, con miedo.
Allí estaba, una gran estancia vacía con dos únicos objetos en su interior, un gran piano de cola cubierto por una lona blanca y un gran tapiz en la pared. El gran tapiz representaba a una niña de unos siete u ocho años ante un piano de cola, sonriente, en una estancia igual a la que me encontraba, la misma estancia. De repente, volviendo a la normalidad, recordé qué me había traído hasta ahí. La música. Pero, el piano no tenía pianista alguno.
Unos pequeños y acelerados pasos y una lejana risa infantil me sorprendió helándome la sangre.
Salí corriendo del lugar cerrando la puerta con un tremendo golpe, bajé las escaleras como alma que lleva el diablo y salí de allí. Respiré el aire fresco de la calle, algunas personas me miraban de soslayo, con desconfianza, pensando a saber qué.
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Guau jajaaja no me lo esperaba... se me han puesto los pelos de punta jajaja
ResponderEliminarEso me pasó a mí mientras lo escribía jaja
ResponderEliminarempecé a oír niñas por todas partes xD
Bueno, a mi ultimamente lo únco capaz de ponerme los pelos de punta es la seguridad de que los numeros de las matrices de selectividad se me van a disfrazar y se van a vestir con el signo que a ellos mismos les de la gana.
ResponderEliminarMe gustan los relatos de fantasmas, admiro a Poe, gran autor aunque quizá un pelin ido de más de la cabeza.
Lindo es el minicuento. Me ha gustado mucho.